VALIENTES
(Relato corto finalista en el concurso Zenda # Bajodosbanderas)
El día del desfile militar, la ciudad de Nueva York se había convertido en un verdadero hervidero de alborozadas emociones. Aunque había amanecido un día plomizo, la alegría que irradiaba el pueblo neoyorquino y el bello aspecto que presentaban sus calles, engalanadas para la ocasión con los colores patrios: rojo, blanco y azul, donde las gentes paseaban inmersas en un estado de incontrolable emoción y alegría desbordada, hacían que pocos se percataran de tal insignificante detalle. Ciudadanos procedentes de todos los rincones de la nueva nación se habían desplazado hasta la capital del país, con el fin de no perderse la toma de posesión del que sería el primer presidente de los Estados Unidos de América, el General en Jefe, George Washington. Ceremonia que tendría lugar en el “Federal Hall” de la ciudad. Durante los largos y duros ocho años de guerra, desde los primeros enfrentamientos entre colonos y soldados ingleses en 1775 hasta la celebración del Tratado de París de 1783, los hombres y mujeres norteamericanos habían sufrido las furibundas embestidas de los ejércitos de Su Graciosa Majestad, Jorge III, destinadas a intentar mantenerlos bajo el yugo inglés. En el rostro de la mayoría de los allí presentes, se reflejaba aún las penurias de la guerra. Muchos habían pensado que jamás podrían haber vivido lo suficiente para poder ver aquel día y presenciar el desfile que recorría las animadas calles ante un pueblo enfervorizado. Los vítores, risas, bailes y cánticos se habían apropiado de la ciudad. La comitiva dirigía sus pasos hacia el lugar donde Washington tomaría posesión de su cargo y un lugar destacado en la historia, cuando de repente, el nuevo presidente de la república, a la altura del puerto, se detuvo para fijar sus garzos y penetrantes ojos en uno de los barcos que allí se encontraban atracados. Los otros padres fundadores: Thomas Jefferson, Benjamin Franklin, Alexander Hamilton, John Adams, John Jay… quedaron sorprendidos y expectantes ante el gesto de su líder. De entre todos los navíos, tan sólo uno, vestía un pabellón extranjero. Era el único no patriota al que se le había permitido estar aquel día en el puerto de Nueva York. Washington lo miraba fijamente con mirada agradecida; no obstante, sabía perfectamente que sin lo que simbolizaba aquel barco, seguramente aquel desfile no se estaría celebrando, ni él podría tomar posesión como presidente de un país que no hubiera existido. Aquel bergantín no era otro que el Galveztown, en el que el aguerrido Bernardo de Gálvez había desafiado a la muerte, y despreciando los cañones británicos había entrado en la Bahía de Pensacola al grito de: «El que tenga honor y valor que me siga. Yo voy por delante para quitarle el miedo», empuñando su sable y ordenando a sus artilleros que respondieran al fuego inglés del fuerte de las Barrancas Coloradas para que les quedara claro que ante ellos se encontraba un soldado español; contagiando la valentía necesaria a sus hombres para tomar el inexpugnable bastión inglés desde donde los casacas rojas controlaban el Golfo de Méjico y el flanco sur del teatro de operaciones de la Guerra de Independencia de las Trece Colonias. Le hubiera gustado que tan valiente personaje hubiera desfilado, en aquel emocionante día, a su lado, pero ya hacía tres años que la muerte había reclamado sus servicios. A la memoria le vinieron los innumerables informes y despachos en los que se le informaba de las valerosas acciones de las tropas españolas contra las tropas inglesas a lo largo y ancho del planeta, allí donde se toparan de bruces con la “Union Jack”, gracias a las cuales, sus tropas y las francesas habían podido al fin derrotar a los ingleses en la definitiva batalla de Yorktown. Recordó como el oficial patriota, George Rogers Clark, le informaba de la valiente defensa de San Luis de Illinois por parte del capitán español, Fernando de Leyba en las vastas y salvajes tierras de Misuri, donde con veintinueve soldados del Regimiento Fijo de la Luisisana y una exigua y mal adiestrada milicia había repelido un ataque enemigo por parte de un cuerpo de ejército formado por más de mil soldados regulares ingleses e indómitos guerreros ojibwas, liderados por Machiquawish y temibles guerreros sioux, a las órdenes del gran jefe Wabasha, capitán que días después moriría en tierra extranjera, enfermo y agotado por la batalla; o como Francisco Saavedra había reunido el dinero suficiente entre los comerciantes cubanos para que sus soldados pudieran continuar luchando contra las tropas de Cornwallis; o como su gran amigo, el alicantino Juan de Miralles, empresario y creador de una amplia red de espías al servicio de la corona española, y por ende, al servicio de los patriotas, prácticamente había fallecido entre sus brazos en Morristown. También recordó la gallardía del viejo lobo de mar, don Luis de Córdova y Córdova, al que según sus informes, había capturado un doble convoy inglés al oeste del Cabo San Vicente, que había resultado ser uno de los más duros golpes dado a los ingleses en aquella guerra y en toda su historia. También sabía de la figura de Matías de Gálvez, padre de Bernardo de Gálvez, y como desbarató con su victoria en la Bahía de Honduras el plan inglés de romper el continente americano en dos y debilitar a los ejércitos aliados. Pensó que era de justicia que aquel barco estuviera allí atracado. Las raíces de la joven nación norteamericana también estaban regadas con el oro y la sangre española.
-¡Señor! ¿Sucede algo?-inquirió Thomas Jefferson que se encontraba a su lado algo preocupado.
-¡En absoluto, señor Jefferson!-contestó con voz poderosa y segura el General Jefe.
Giró la cabeza y tras él pudo ver al vasco Diego Gardoqui, embajador de España en la nueva nación, del que igualmente conocía sus ímprobos esfuerzos, a través de sus empresas, para ayudar a la causa patriota. Tras echar una última mirada al Galveztown, volvió en sí, y continuó marchando junto a sus aliados en dirección hacia la eternidad.